24/09/2025 15:45
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La libertad de expresión es uno de los derechos humanos más fundamentales y auténticos que poseen las personas como actores políticos en una sociedad. Se trata de un bien libre en el sentido económico: no es escaso, es de acceso ilimitado y su uso no tiene costo. Por eso, garantizar la libertad de expresión debería ser uno de los primeros compromisos que los candidatos asuman frente al electorado, como una señal clara de voluntad política y apertura al cambio.
Y es que, si ni siquiera en aquello que solo exige decisión política —y no recursos públicos— hay un mensaje claro, ¿qué se puede esperar frente a decisiones realmente complejas, que implican sacrificios fiscales o reestructuraciones profundas?
Dicho esto, es necesario entender que la libertad de expresión no se limita a la dimensión política o verbal. También existe una forma igualmente importante: la libertad de expresión del ciudadano como agente económico. Es decir, la posibilidad de expresarse en su rol de oferente o demandante de bienes y servicios, sin restricciones que distorsionen su participación en el mercado.
En este mismo espacio, en la edición 122 (agosto de 2023, p.16), escribí “Ni con la pena de muerte, el control de precios tuvo suerte”, en alusión a la obra de Schuettinger y Butler “4000 años de control de precios y salarios”, pues está ampliamente comprobado que las intervenciones en la ley de la oferta y la demanda —especialmente mediante controles de precios— suelen fracasar. Cuando se imponen precios a bienes o servicios, la consecuencia habitual es la escasez o una pérdida significativa de calidad.
Un ejemplo contundente lo muestra el estudio “Un balance a 15 años del actual control de precios en Venezuela” (ProDavinci, 2018), que señala: “En la primera quincena de enero de 2018, los intensos controles de precios y fiscalizaciones que el Gobierno Central ha impuesto sobre el aparato productivo nacional no sólo han provocado inflación, sino que también han generado importantes niveles de escasez, supermercados con estantes vacíos y ninguna intención de reabastecerlos”.
En aquel artículo —agosto 2023, Ed.122, p.16— el enfoque se centró en los precios. Ahora, vale la pena extender el análisis hacia los salarios, ya que ocurre algo similar. Desde 2006, cada 1º de mayo se establece por decreto el incremento tanto del salario básico como del salario mínimo nacional. Sin embargo, este tipo de medidas, cuando no reflejan la productividad del trabajo, generan distorsiones.
La Organización Internacional del Trabajo lo advierte en su “Guía sobre políticas en materia de salario mínimo” (2018, Cap. 5, p.2): “Si el nivel es demasiado alto, habrá un escaso cumplimiento de los salarios mínimos fijados o éstos tendrán efectos adversos en el empleo”.
Además del salario, es importante considerar la carga laboral que enfrentan los empleadores. En Bolivia, esta va del 33,37% hasta el 45,87%, si se incluyen vacaciones (4,17%), el pago de prima por utilidades (8,33%) y el doble aguinaldo (8,33%) cuando el crecimiento económico supera el 4,5%, según normativa del nivel central, natalidad (Bs2.000 al mes por 17 meses), etc.
Esto nos lleva a una pregunta clave: ¿promueven estas protecciones el empleo formal, digno y de calidad? Tristemente, la respuesta es no. En analogía al razonamiento “lafferiano”, puede inferirse que “a mayor presión, mayor rebalse”; y en este caso, el rebalse se traduce en informalidad. La economía boliviana muestra una tasa de informalidad laboral del 84,9%, según el informe “Informalidad, Economía Informal y Trabajo Informal” (POPULI, 2022, Vol. 195, p.5).
Un breve sondeo entre personas que iniciamos nuestra vida laboral en 2003 mostró que el salario promedio de un primer empleo profesional era de Bs2.300.-. Hoy, ese mismo tipo de empleo se inicia en promedio con Bs4.200.-. Sin embargo, al ajustar por inflación entre 2003 y 2025, se evidencia una pérdida del salario real de aproximadamente -33%, interesante detalle para un análisis más profundo y académico.
Por otro lado, el PIB generado por el sector informal representa el 62,3% del total, según la Fundación Konrad Adenauer Stiftung (KAS) en “Economía informal e informalidad en una sociedad multiétnica” (Plural Editores, 2020, pp. 27-28). Esto implica que la presión fiscal efectiva sobre el otro 37,7% del PIB —el sector formal— es mucho mayor de lo que aparentan las cifras oficiales al tomar las recaudaciones respecto al PIB total, y finalmente la productividad laboral, pues si el mercado laboral informal del 84,9% genera el 62,3% del PIB y el mercado laboral formal de 15,1% genera el 37,7% del PIB, entonces la relación es de 3,4 veces.
La situación actual del país requiere un trabajo profundo para corregir distorsiones en múltiples ámbitos: no sólo en precios, salarios o cargas fiscales y laborales, sino también en términos de disciplina fiscal, prudencia monetaria y rediseño institucional. Solo así será posible garantizar verdaderamente la libertad de expresión del ciudadano como agente económico, permitiéndole participar activamente en el diseño del camino hacia el crecimiento y el desarrollo.
En ese sentido, dejamos en el código QR el enlace para descargar un documento titulado “Propuestas para la Estabilización”, con el que deseamos aportar al debate, si así se decide considerarlo.
Hasta la próxima.
Aquí puedes descargar la propuesta:
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