Lo había predicho su abuela y se lo ratificó su padre: "no hay político bueno".
15/10/2025 21:08
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Para aquel entonces, Saturnina Palenque Vda. de Soliz ya sumaba cuatro semanas sin dormir bien. La vieja casona de su familia le parecía sofocante, los pilares que sostenían unos pisos superiores que se desmoronaban bajo el peso del tiempo le semejaban gigantescas patas de un elefante que, de tan viejo, ya no daba ni para atrás ni para adelante. El único lugar que le gustaba era su patio interior, un jardín venido a menos que era más añoranza que realidad.
Hasta hace unas semanas le solía gustar también su cama, donde en sus años juveniles supo guardar oración y recelo ante una imagen religiosa del tiempo de la labranza, y que cuando se convirtió en viuda, fue el lugar de uno y mil amores que la acogieron en pos de olvidar la imagen del extinto marido.
El fallecido, que en vida fue un prominente político, era el motivo principal por el cual tuvo las más iracundas peleas con su padre. El viejo profesor de provincia, aseguraba a diestra y siniestra que la peor calaña de esta vida eran los poderosos, y en especial los políticos, dentro los cuales incluía, sin miedo ni vergüenza, al esposo de su hija: el senador Soliz.
Desde hace días que Saturnina Palenque no pegaba el ojo y solía deambular por los desfiladeros de unas ciénagas plagadas de incertidumbre, se despertaba sudada y molesta por algo, incómoda y furibunda por quién sabe qué. En más de una ocasión, recordó que su padre le aparecía en sueños para advertirle contra los políticos, y cuando ella se le acercaba para preguntarle a qué se debía tanta vaina, el hombre volteaba el rostro y no tenía ojos. La mujer, espantada, nunca podía saber lo que le advertía su padre, porque del puro susto despertaba toda temblorosa y despeinada.
Saturnina Palenque nunca olvidaría aquel día en que sabría porqué no podía dormir, porque en su monotonía de barrer y limpiar, trapear y ordenar, hallaría un periódico casi nuevo, de esos cuyo papel aún estaba blanco, y no amarillo como la mayoría de los papeles que ella solía guardar. Probablemente lo había traído el viento en uno de sus alocados vendavales, y por el capricho del destino quiso quedar ahí, en el pìso de su patio, para que alguien lo leyera.
Recién al leerlo, Saturnina Palenque Vda. de Soliz se dió cuenta de cuán aislada estaba de la vida desde que su marido murió. El mundo había cambiado, sí, pero era obvio que no para bien.
Las máquinas y las cosas derivadas de estas imponían su presencia sin temor, en tanto la existencia misma parecía hacerse insulsa y dramática.
Lo único que seguía siendo como antes, eran los políticos, esos fantoches de mucha pinta y poco seso parecían seguir como en sus tiempos: abusando del poder y aprovechándose de la riqueza del menos favorecido.
Aquella noche, Saturnina Palenque habría de dormir bien, porque comprendería finalmente lo que su padre le quería decir en las pesadillas que no la dejaban en paz.
Ahí fue que la mujer se dio cuenta que, su preocupación no era el descuidado jardín ni los paquidérmicos pilares deteriorados por los años, sino algo mucho más complejo, profundo y prosaico: era tiempo de elecciones.
Pasaba que en algún momento, el aire le trajo aquel olor a ambición y poder que solían expeler los poderosos, y ella lo captó sin dubitaciones. Aquel presentimiento, no la dejaba dormir, porque tal cual sucedía desde inicios de la humanidad, sabía que nuevamente subiría al trono de poder, un político, y no importaba si era de izquierda o de derecha, todos eran la misma porquería. Porque cierto era lo que le decía su padre en todas esas noches de pesadilla:
ー No hay político bueno.
Ronnie Piérola Gómez
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