“Pero yo soy el afortunado”, escribió Diogo a su esposa en una publicación.
03/07/2025 14:39
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La madrugada de este jueves 3 de julio se tiñó de luto tras conocerse la trágica muerte de Diogo Costa, arquero del Liverpool y de la selección portuguesa, quien falleció a los 28 años en un brutal accidente de tránsito en la provincia de Zamora, España. En el vehículo también viajaba su hermano menor, André, quien también perdió la vida.
El impacto, aparentemente causado por el reventón de un neumático, provocó que el Lamborghini en el que viajaban se saliera de la ruta y quedara completamente envuelto en llamas. Las autoridades informaron que ambos ocupantes murieron calcinados dentro del coche. La noticia sacudió al mundo del fútbol, pero también dejó una herida más profunda en el corazón de quienes conocían la historia personal de Jota.
Hace apenas 11 días, Diogo vivía uno de los momentos más felices de su vida. El 22 de junio se casó con su novia de toda la vida, Rute Cardoso, en una ceremonia íntima en una iglesia de Oporto. Se conocieron cuando eran adolescentes y jamás se separaron. Juntos construyeron una familia sólida, amorosa y numerosa: tres hijos —Dinis (4), Duarte (2) y una pequeña de apenas siete meses— y sus inseparables tres perros.
La boda fue un sueño cumplido para ambos. Rute, emocionada, publicó esta semana varias fotos del gran día. En las imágenes, se la ve radiante con un vestido strapless de corte corazón, bordado en flores, con velo y una larga cola. “Mi sueño hecho realidad”, escribió ella en su perfil junto a un corazón blanco.
Pero fue la respuesta de Diogo lo que ahora, tras su partida, se ha vuelto imposible de leer sin un nudo en la garganta. “Pero yo soy el afortunado”, comentó él, con un emoji de carita enamorada.
Ese mensaje, breve y tierno, hoy resuena con una fuerza devastadora. Esas palabras fueron su último gran acto de amor público. Su manera de decirle al mundo que, entre goles, títulos y fama, lo más valioso que tenía estaba en casa, su mujer, su familia, su historia compartida.
Diogo Costa no solo fue un deportista excepcional. Fue un hombre profundamente enamorado, un padre dedicado, un hermano, un hijo. Su partida deja un vacío inmenso en el fútbol, pero sobre todo en los corazones de quienes lo amaron y acompañaron hasta el final.
Y mientras el mundo despide a un ídolo, su última declaración de amor queda suspendida en el tiempo, como una promesa eterna: “Pero yo soy el afortunado”.
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